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Mujeres que viven para salvar a sus hijos

“Somos mamás guerreras”. Así se describen. Sus enemigos son las enfermedades crónicas que padecen sus muchachos y la indolencia estatal. Enfrentan a diario la emergencia humanitaria compleja en Venezuela
Reporte Proiuris
María Yolanda García

Lee con atención un instructivo sobre cómo prevenir infecciones periféricas, esas complicaciones provocadas por bacterias en personas a quienes toman vías para que reciban tratamientos intravenosos. Katiuska Salazar sabe que este tipo de infección es la causa más común de morbilidad y la segunda de mortalidad entre quienes se dializan. Un quejido tenue, como un murmullo, la interrumpe. Pero ella no se asusta, solo voltea y aparta, con suavidad, los dedos delgados y pequeños de su hija Niurka, del cable que la mantiene conectada a una máquina.

“Debo evitar la infección. No tengo dinero para comprar el Hepafix, un adhesivo con el que cubres la vía y la proteges, pero no hay. Y cuando lo consigues, es muy caro; cuesta 17 dólares. Imagínate”, comenta la mujer.

Esta madre de 38 años narra cómo ha tenido que aprender a inyectar, colocar y cambiar una vía, hacer labores de limpieza y profilaxis de heridas, conocer sobre nutrición, medicamentos y todo tipo de primeros auxilios.

Katiuska sonríe a pesar de la angustia que la acompaña permanentemente. “Si, me angustio, cómo no, pero qué voy a hacer, tengo que seguir buscando y procurándole el tratamiento a mi muchacha. Su vida depende de mí. Una se las ingenia para luchar contra lo que venga”, dice.

“Mi niña tenía una bacteria pero era portal, no periférica, que sería en la sangre y sería muy grave. Ha estado estable. No sabía nada de esto, pero la vida me enseñó o, en realidad, tuve que aprender y saber lo que mi hija tiene. Hace cinco años no sabía nada de esto, no sabía con qué estaba lidiando. No sabía que la vida nos iba a cambiar tan drásticamente, pero así me tocó y así lo enfrento y lo continuaré haciendo. Salvar a mi hija es mi prioridad”, reafirma.

Niurka, la niña, tiene insuficiencia renal crónica. De sus 12 años de edad tiene 5 dializándose, los mismos que Katiuska tiene sorteando dificultades para conseguir el tratamiento que requiere su hija; obstáculos que año a año aumentan al mismo ritmo que la emergencia humanitaria compleja que afecta todos los venezolanos, pero sobre todo a los que sufren enfermedades crónicas.

Katiuska cuenta lo que ocurre en el hospital J.M. de Los Ríos, donde  junto con su hija debe acudir  tres veces por semana: “Todo ha desmejorando, todo empeora cada día. No te garantizan el tratamiento. De hace tres años para acá el hospital se ha vuelto nada. Ves a tu hija que decae cada vez más, sabes que no tienes la oportunidad de que sea trasplantada y es muy duro. Los niños se están muriendo en el J.M. Los niños han ido falleciendo”, lamenta.

Niurka necesita consumir medicamentos para controlar el impacto de la insuficiencia renal en su cuerpo. A pesar de sus 12 años tiene padecimientos de personas adultas, como hipertensión, así como descontroles de hemoglobina, para lo que requiere consumir vitaminas y hierro.

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“Tenían un medicamento que se llamaba Templar y se lo aplicaban las veces que tocaba la diálisis, pero ya no lo tienen. También Hertiroproyectina, para que no se baje la hemoglobina y tampoco lo hay. Necesitaría 134 ampollas al mes, pero no se le está colocando. Cuando consigues alguna de las medicinas te las cobran en dólares y no tengo” reitera.

La rutina de Katiuska incluye procurar una alimentación adecuada para Niurka. “En el hospital solo les dan arepas solitas en el desayuno, en el almuerzo les dan solo lentejas. Tengo que darle algo de proteínas a la niña. Mi esposo no tiene un trabajo fijo, pero entre los dos nos esforzamos. Él por buscar algo de dinero y yo por administrarlo para que podamos alimentar algo balanceado a la niña a quien, por ejemplo, le baja la hemoglobina por la diálisis”.

Katiuska pide que se reactiven los trasplantes y que se les garantice la salud a todos los niños del país: “Porque es en todos los hospitales que los niños están falleciendo. Eso me da mucha impotencia y las autoridades no se dan cuenta de la realidad. Solo ven lo político y no la salud. El gobierno de Maduro no se interesa por la salud”.

Madre coraje

Astrid López tiene 25 años y cuatro hijos: Cori, de siete años de edad;   Gabriel, de cuatro años de edad; Angely, de dos años de edad, y Sarai de dos meses. Dos de ellos, Sarai y Cori tienen discapacidades.

“Cori tiene microcefalia, tiene desnutrición grave, pie de equino (doblado hacia adentro) apéndice auricular y Síndrome de Cri Du Chat  (lo que provoca problemas cognitivos y motores). También tiene desnutrición grave. No aumenta nada de peso”, precisa Astrid.

Sarai tiene síndrome de Brida amniótica, defectos en miembros como brazos, piernas o dedos, que se generan cuando algunas partes del feto en desarrollo se “enredan” en bandas amnióticas fibrosas dentro del útero que restringen el flujo de sangre y afectan el desarrollo del bebé. La niña sufrió daños en tres dedos de una mano y el dedo pulgar del un pie. También tiene un soplo en el corazón.

Astrid vive en Los Valles del Tuy y debe venir a Caracas, por lo menos, cuatro veces a la semana porque las niñas son tratadas en los servicios de Neurología, Cardiología, Oftalmología, Otorrinolaringología, Desarrollo Infantil, Niño Sano, Mi gotica de leche y Gastrología del J.M. de Los Ríos.

Como «guerreras» se describen las madres del J.M. Sortean las dificultades para salvar a sus hijos | Foto: Mikel Ferreira 

“Cuando vengo al hospital mi mamá me cuida a los demás, mi esposo sale a trabajar para conseguir la comida o nos ayudamos con la caja Clap. Pero recibimos una sola caja mensual y en la casa somos ocho. Mi mamá, mi esposo, mi hermano, mis hijos y yo somos ocho”, saca la cuenta con pesar.

“Me vengo a las tres y media de la mañana para llegar a Caracas a las seis o siete. A veces me han tocado dos consultas el mismo día y luego me regreso para llegar a las cuatro o cinco de la tarde a Los Valles del Tuy”. Y prosigue: “Mi esposo trabaja como barbero, pero es poco lo que produce. Yo no trabajo, pero busco ayuda en organizaciones y las madres nos colaboramos. Por ejemplo, no compro pañales, uso camisas o franelas viejas como pañales y los lavo”.

“Si no me lo robaba, se moría”

Para salvar un niño por quien opta para su adopción, Janet Piñeres se lo quitó a su madre.

“La mamá era mi vecina y yo veía a ese muchachito flaquito, con escabiosis y micosis bucal. No pude más y un día le dije ‘Mi’ja, préstamelo para bañártelo y te lo traigo’ No se lo devolví y me fui con él directo al Consejo de Protección de Lopnna. Me dieron una medida de protección. Lucho para adoptarlo. Lo traigo al J.M. donde me lo tratan”, cuenta la mujer de 48 años de edad.

“No trabajo y mi esposo, como albañil, no trabaja mucho, pero no podía dejar a ese niñito morir. Si no me lo ‘robaba’ se moría. Cuando me lo traje tenía siete meses. Ya tiene un año pero su condición es mala. Aunque lo alimento aún está desnutrido, la cabeza se le está llenando de líquido, tiene un soplo en el corazón grado 3 y tiene, apenas 30% de visión. Me duele verlo así”, lamenta.

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“Yo traigo al muchachito al hospital y le encuentro los medicamentos que necesita. En varias oportunidades, mi esposo ha vendido alguna de sus herramientas de trabajo para comprar comida. Yo rindo esa platica para que el niño tenga proteínas y lo que necesita, aunque sea poco”, asegura.

Aún en medio de tantas calamidades, mira al bebé y sentencia: “Soy mujer y las mujeres somos madres, somos fuertes, no dejamos que sea nos muera el muchacho en la barriga. No me arrepiento, aunque a veces me siento agobiada. Él es mi bebé”.

Batallar contra el cáncer

Daniela Antón viene mensualmente al J.M. de los Ríos desde Cumaná para atender a su hijo de ocho años, a quien tratan por un Linfoma de Hopkins, cáncer del tejido linfático.

“Tiene dos años con esa enfermedad. Batallamos con el cáncer, pero todo es muy rudo, que tu hijo esté enfermo es difícil y la situación lo empeora todo. Ahora, por ejemplo, necesitamos hacerle un estudio, una resonancia magnética de cuerpo entero, pero el costo es muy alto. Busco que alguna organización me ayude a pagarla, pero hasta eso se dificulta: debo saber cuánto cuesta para pedir las ayudas, pero los presupuestos aumentan cada tres días”, dice la mujer.

Para venir a Caracas Daniela y su esposo deben procurar los recursos para pagar los 30.000 bolívares de pasajes de ella y su hijo (15.000 cada uno), así como los otros gastos que implica pernoctar. “Mi esposo es pescador, algo gana porque no funciona trabajar por un sueldo mínimo que no nos alcanzaría. Mis padres reciben sus pensiones y con eso nos ayudan. Aquí en Caracas llego al albergue Quinta Sana. Me dan el almuerzo. Algunas fundaciones nos dan arroz, pasta y allí puedo cocinar; hacemos el desayuno y la cena” relata.

Daniela lamenta no poder brindarle a su hijo la alimentación que requiere: “La alimentación del niño se hace escasa porque no siempre tengo la proteína”.

“Somos unas mamás guerreras”

Inés María Zarza, de 49 años, mantener con vida a su hija de 8 años de edad podría implicar descuidar a sus otras dos niñas.

“Tengo tres niñas, dos morochas, una sana y la que tengo en el J.M. de los Ríos. Necesita un trasplante de médula, tiene anemia, le han dado tres ACV (accidentes cerebrovasculares); el último le dio en octubre, también le dan hemorragias por la nariz”, precisa Inés.

Explica que el tratamiento que requiere su hija implica hacerle un examen cada tres días, lo que, en muchas ocasiones, se le hace imposible. “Debo hacerle exámenes de química que aumentan cada día, además necesita Wualfrina (un anticoagulante) por los ACV y eso muy caro”, lamenta.

Dice sentirte triste cuando debe priorizar a cuál de sus hijos bridarle alimentos de calidad, cuando tiene acceso a ellos.

“A ella es a quienes les damos pollo, un poquito de carne y los granos, aunque la aburren. En el hospital lo único que dan es caraotas o lentejas. Mis otras dos hijas están sanas, qué le voy a hacer”, dice con tristeza pero con el convencimiento de que es la decisión acertada.

Aunque quisiera no puede trabajar. El tratamiento de su hija es la prioridad en su vida. Su esposo hace labores de albañilería y pinta casas. “A veces le salen trabajitos. Nos ayudamos con la caja Clap, que viene una caja cada dos meses. La de diciembre vino en enero y aunque ya la pagué aún no ha llegado. Pero en las  Minas de Baruta, donde vivimos, no llega ni pollo ni huevos. Uno compra un kilito de carne para rendirlo. Todo es una lucha, somos las mamás guerreras”, proclama.

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